Estaba hasta las narices de oler culos. Él, confiado, había sido el único pringado de la sección intergaláctica en aceptar una restructuración del ADN para asimilarse al animal peludo que, algunos humanos, adoraban. Pero su líder no le había explicado con detalle con qué se iba a encontrar. Sólo le había dado instrucciones claras: espiar el día a día del que iba a ser su dueño y, al cabo de un año terrícola, redactar un informe detallado de todo lo que había visto y oído; su raza quería infiltrarse dentro del planeta sin despertar sospechas y debían conocer las costumbres de las criaturas “inteligentes” que en él habitaban (si es que se podían llamar inteligentes).

Durante los dos meses que llevaba en la Tierra, había llegado a la conclusión que los terrícolas eran demasiado estúpidos para sospechar que había aliens entre ellos y, aún más, para descubrirlos. El alelado que vivía con él se pasaba el día sentado en el sofá, mirando el aparato que denominaba televisor; un objeto tecnológico, extremadamente rudimentario, a través del cual miraba imágenes en 2D de otros humanos haciendo cosas casi tan estúpidas como él. Vivir con aquel tipo era extremadamente aburrido. Desde que le conocía, sólo lo había visto alterarse en dos situaciones: cuando por la TV aparecían humanos dando patadas a un objeto esférico; uno parecido al que él le lanzaba en el parque para que lo recogiera, solo que de mayor tamaño. O cuando había alguna hembra joven cerca.

Las hembras jóvenes solían provocarle un aumento de las pulsaciones del corazón, el único que poseía (los humanos eran tan raros que sólo tenían una bomba de sangre en su cuerpo). Y otra cosa llamativa era que la raza estaba tan poco evolucionada, que necesitaba aparearse para procrear. Los machos solían hacer exhibiciones de sus toscas habilidades físicas y, en menor medida, intelectuales, para impresionar a las hembras con el objetivo que ellas aceptaran su material biológico. Era divertido verlos. Aunque su amo era tan poco hábil, que en dos meses, sólo se había fusionado una vez con el sexo opuesto.

La misión empezaba a tenerlo hasta la cloaca de reproducción (hasta los cojones en versión terrícola), y no le quedaba otra alternativa. Si quería abortarla, debía deshacerse del humano. Por eso, aquella noche, cuando su amo lo sacó a pasear, no lo dudó. Se paró en la primera farola que encontró, olisqueó por última vez el aroma hediondo, imitando a un perro de verdad, y levantó la pata. Debía parecer un accidente, de lo contrario sería castigado y enviado a un planeta mucho peor que la Tierra; aunque le costaba creer que hubiera alguno peor.

*****

El muy bobo estaba distraído mirando la luna y no se percató que, en lugar del chorro de orina habitual, salía un rayo láser. El disparo fue certero y quedó desintegrado al instante. Un segundo después, el alien se sentó en la acera, movió la cola satisfecho y esperó a que lo fueran a buscar.

Olga de Llera

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Esperó y esperó durante unos minutos que se hicieron eternos, hasta que un Audi A8, negro con los cristales tintados, se paró delante de él. Un hombre de aspecto adulto salió de los asientos traseros y cogió a aquél perro abandonado obligándolo a entrar en el vehículo. El perro ladró, como si de ese amasijo de hierro, plástico y vidrio herméticamente cerrado pudiese salir algún sonido.

« Malditos imbéciles » pensó acordándose de todos sus compatriotas y su descendencia. « Tan avanzados tecnológicamente y me encuentra antes un grupo de humanos. »

No ladres, Teler —dijo el humano de aspecto amenazador.

Cuando escuchó su nombre se quedó paralizado. Aquél humano era en realidad otro alien más. Su plan había funcionado a la perfección. Entonces el humano sacó un mini blaster y le apuntó.

Como bien sabes, todos tenemos una función y la tuya ya ha terminado. —Sentenció pulsando el gatillo.

Así fue como el alien consiguió escapar de su entidad perruna y fue libre al fin. Muerto, pero libre.

Roberto C. Morais